Siempre pensé que mi vida sería como la de
cualquier otra mujer de mi edad hasta que le conocí.
Yo estaba casada, tenía 34 años y un hijo
de seis. Él, ni siquiera hoy sé la edad que tiene pero, por entonces, debía
andar por los 45 para no equivocarme.
Mi historia de loba comenzó un verano
cuando mi madre, mi marido, mi hijo y yo fuimos a pasar unos días de descanso a
un puerto deportivo de la costa Malagueña. Mi madre solía acompañarnos porque
era la única forma de que pudiéramos salir por la noche.
A mí me encantaba la playa y las
comodidades de la urbanización de aquel puerto era la forma que tenía de
convencer a mi marido de ir a la costa ya que él siempre era más partidario del
interior.
Por la mañana íbamos juntos a la playa pero
por la tarde Fernando, mi marido, prefería quedarse en casa viendo la tele así
que yo aprovechaba para dejarle al niño a mi madre e irme a tomar el sol y
relajarme.
La primera tarde busqué un hueco lo más
distanciado del resto de sombrillas, coloqué mi toalla sobre la arena, un
pequeño respaldo para poder leer y mi pequeña bolsa de playa.
Lo primero, como siempre, darme un buen
baño y ponerme un poco de bronceador.
A mi derecha, a unos cuantos pasos había
una pequeña sobrilla bajo la que había algo parecido a una nevera y a su lado
una toalla de alguien que debía estar paseando.
Ya fresquita me puse a leer el libro que
había escogido para aquellos días.
Al cabo de unos minutos un hombre salía del
agua en la orilla frente a mí. Llevaba unas gafas de bucear, una aletas y una
redecilla con algo dentro que no atiné a identificar.
Era un hombre alto, corpulento y bronceado.
Estuvo unos segundos de pié junto a la orilla y finalmente fue a soltar lo que
traía en la nevera que había visto antes
a escasos metro de mí.
Yo le observaba con cierta curiosidad sin
percatarme de que mi presencia y mi mirada no pasaban desapercibidas. Se sentó
en la toalla, me miró, esbozó una leve sonrisa y se tumbó a tomar el sol.
Era un hombre atractivo y con buena planta
así que cuando por fin cerró los ojos solté un poco de aire tomando conciencia
de que había estado forzando mi postura para que no se me notaran los
plieguecitos de la tripa. Es curioso como el modo coqueteo en las mujeres se
activa a veces sin que tengamos conciencia de lo que hacemos y sin que
realmente haya una intención de conquista. La cosa es gustar y ser admirada,
algo que necesita nuestro ego por naturaleza.
Al cabo de unos minutos un par de
jovencitas de poco más de veinte años se acercaron andando por la orilla y al
llegar a nuestra altura colocaron sus toallas a medio camino entre la mía y la
de mi apuesto vecino.
Las dos tenían unos cuerpos de infarto,
piel bronceada sin imperfecciones y unos minúsculos bikinis que no dejaban nada
a la imaginación. Una de ellas sobre todo tenía un culo impresionante. Unas
caderas anchas y unas nalgas redondas que serían la envidia de cualquier
brasileña.
Colocaron sus toallas y tras darse bronceador se tumbaron sin más
cobertura que un pequeño tanga que desaparecía de la vista entre aquellas
jóvenes carnes.
Me quedé mirándolas unos segundos y luego
me fijé en mi vecino que a pesar de las voces de las chicas no se había
inmutado. Me levanté un poco sofocada por el calor para darme un baño y
mientras caminaba hacia la orilla miré hacia abajo dándome un repaso. Bueno, no
estoy nada mal pero desde luego con estas dos mozas al lado es como si me
hubiera vuelto invisible. Seguramente mi vecino no volvería a reparar en mí.
Ya estaba metida en el mar con el agua a
medio muslo y esperando a que el cuerpo se fuera acostumbrando a la frialdad
del agua cuando oí su voz.
Andrés: ¡Hola!
Me giré y me sorprendí con su presencia a
escasos metros. Lo miré supongo que con cara de susto.
Andrés: Se
te ha caído esto mientras venias a la orilla. Extendió su mano y me mostró
mi gomilla de recogerme el pelo. Otra vez aquella sonrisa.
Instintivamente me lleve las manos a la
cabeza para comprobar que efectivamente la cola la llevaba medio desecha.
Le di las gracias hablándole de usted y él
me pidió que lo llamara por su nombre, Andrés.
Lara: Yo
soy Lara.
Andrés: Esta
un poco fría pero cuando llevas un rato es una maravilla.
Y sin más se zambulló y dio unas brazadas
hacia adentro. Yo como una autómata aguanté la respiración y me zambullí
igualmente nadando también hacia adentro pero guardando las distancias.
De pronto unas voces en la orilla llamaban
a Andrés. Era otra chica rubia también de unos veintipocos que hacía gestos con
los brazos. Andrés tras verla nadó hasta la orilla, salió del agua y le dio dos
besos. Yo andaba a lo mío, nadando pero sin perder detalle. La chica parecía
coquetear y tras hablar un momento llamó a las dos chicas que habían llegado
primero y se las presentó a Andrés.
Cuando salí del agua la barrera entre
Andrés y yo era ya de tres esculturales jovencitas.
Las tres estaban boca abajo y sus culos
perfectos alineados como en una postal. Me quedé un rato embobada ante aquellas
curvas cuando mi mirada se encontró con la de Andrés que me la devolvió pero
esta vez con una sonrisa más amplia al descubrir mis miradas de admirada
envidia.
Las chicas no estuvieron mucho tiempo, al
rato unos chicos jóvenes vinieron a recogerlas y se fueron no sin antes
despedirse de Andrés que sacó algo de la nevera para dárselo a su amiga. La
chica rubia fue la última en despedirse pero en esta ocasión cogió a Andrés por
la cara y le dio un piquito. Sentí algo de rabia y regrese a mi lectura
decepcionada.
Lara: Todos
los hombres son igualas, y más si están buenos.
Otra vez su voz me sacó de mis
pensamientos.
Andrés: Lara,
¿te apetece un refresco? He traído dos y me voy a ir pronto. Hoy hace más calor
de lo habitual, tómatelo, te sentará bien.
Aquel hombre tenía facilidad para
sobresaltarme.
Me levanté y acepté la invitación.
Estuvimos hablando un poco y me contó que
solía traer la nevera porque le gustaba bucear y coger alguna cosa para el
aperitivo. Hoy había cogido bastantes navajas y eso era lo que le había dado a
su amiga.
Yo no me pude reprimir y fuí directamente
al grano.
Lara: Tienes
unas amigas muy guapas.
Andrés: Bueno,
solo conozco a una de ellas, Elisa, es compañera del gimnasio.
Lara: Ah,
sí, sí… es muy cariñosa.
De nuevo sonrió ante mi indiscreto
comentario.
Andrés: Ya
sabes como son estas jóvenes. Solo piensan en divertirse y a veces les gusta
coquetear con un viejo.
Dio un sorbo a su refresco y me miró a los
ojos con una seguridad que intimidaba.
Andrés: Pero
salvo por su energía es una edad poco interesante. Yo personalmente prefiero
mujeres más hechas, que ya hayan pasado por los treinta.
Como
yo, como yo. Pensé para mis adentros con orgullo.
Tuve que dar un sorbo mientras pensaba como
corresponderle.
Lara: Bueno,
tu tampoco eres un viejo.
Andrés. Procuro
cuidarme, nunca se sabe cuándo va a venir una mujer guapa a la playa.
Debió notar como temblaba la mano con la
que sujetaba mi lata de refresco y apartó un poco la mirada.
Andrés: ¿Vas estar muchos días por aquí ?
Lara: Solo
estaremos una semana.
Andrés: Ah,
¿no has venido sola?
Lara: No,
no, he venido con mi marido.
Andrés: Vaya,
pues debe estar muy ocupado para no acompañarte a la playa.
Lara: Sí,
sí, trabaja por la tarde.
Mentí para no dar explicaciones sobre el
poco interés de mi marido.
Andrés: Bueno,
voy a tener que irme, tengo cosas que hacer pero te dejaré las navajas que me
quedan para que las preparéis esta noche.
Yo estaba como atontada ante la familiaridad
con la que me hablaba Andrés.
Lara: Uhm...
pero de dónde le digo a mi marido que han salido.
Él me contestó como sorprendido por mi
pregunta.
Andrés: De
dónde van a salir. Dile que te las he dado yo.
Recogió sus cosas, me dio la redecilla con
las navajas y me estampó dos besos.
Andrés: Nos
vemos mañana.
Lara: Sí,
hasta mañana.
Me quedé mirando cómo se alejaba y me llevé
la mano a la cara donde me había besado. Aquel hombre me había hecho sentir
cosas que no sentía desde los tiempos del instituto.
Más tarde al llegar a casa decidí no
contarle nada a Fernando y le dije que había comprado las navajas a un chico en
la playa. Cenamos un poco de pasta y las navajas a la plancha que estaban
buenísimas. Después dejamos al peque con mi madre y nos fuimos a dar un paseo
por el puerto.
Un buen rato después estábamos en la
terraza de un pub tomando un cubata cuando vi a Andrés que se acercaba a
nuestra mesa. El corazón se me encogió.
Andrés: Hola
Lara, ¿Qué tal?, ¿cómo estaban esas navajas?
Mi marido lo miraba sorprendido por la confianza
con la que me hablaba y yo dí gracias al sol y al maquillaje porque de no ser
por ellos se habría notado lo enormemente ruborizada que estaba.
Me levanté y le presenté a mi marido
improvisando una mentira.
Lara: Ah,
estaban muy ricas, muchas gracias.
Me dirigí a mi marido.
Lara: Andrés
es el señor que me recomendó comprar las navajas.
Y miré a Andrés rogándole con los ojos que
no me descubriera.
Lobo:
Así es. Se acercó a verlas cuando yo las compraba y le dije que aquí son
siempre recién cogidas.
Le extendió la mano a mi marido que se la
estrechó más relajado.
Andrés: Ten
cuidado. Tienes una mujer muy guapa y esta tarde había un grupo de chavales en
la playa que no le quitaban ojo.
Fernando: Yo es que no soy mucho de playa. Por las tardes me quedo en casa.
Maldito bocazas, pensé.
Andrés me dirigió una rápida miradita.
Acababa de conocerme y ya me había pillado varias mentiras.
Andrés:
Bueno que lo paséis bien. Buenas noches.
¡Que
capullo!, ¿no?. Dijo Fernando cuando se alejó.
¿Capullo?,
capullo eres tú. Pensé para mis adentros cabreada.
Al rato Fernando ya quería irse pero yo
quería ver unos tenderetes que había al final del puerto. Le dije que no se
preocupara y se fuera él para casa que yo iría enseguida.
La verdad es que lo que me apetecía era darme
un paseo sola y quizás, aunque no estaba segura de eso, buscar un nuevo
encuentro con Andrés.
Continuará...
Continuará...
No hay comentarios:
Publicar un comentario